Els nens de dins

Quin luxe
viure on visc.

Conèixer nens
i nenes en els móns
de dins.

Nosaltres de petits
quan jugàvem.

I érem mestres
abans de saber
què eren els mestres.

I la saviesa bategava
en les nostres mans
i peus i cames corrents
cap a la vida,
que estava en totes direccions.

Ells continuen jugant
pels prats oberts
i les muntanyes i platges
i carrers de pobles i ciutats
on vam créixer.

Hi viatjo sovint
tancant els ulls.

I em veig a mi de petit,
al pati de l’escola
al mar dels estius
al menjador de casa.

I li pregunto a l’infant
què necessita.

Amb la mirada amb contesta.

Acostuma a necessitar el mateix
què necessito jo.

I me’l prenc
com l’ésser més savi
de la terra.

Com el mestre
que és.

Jo, un humil alumne.

Ell tan petit
i connectat amb una força tan gran
que a mi se m’oblida.

El amor en los tiempos del cólera – Gabriel García Márquez

En la plenitud de sus relaciones, Florentino Ariza se había preguntado cuál de los dos estados sería el amor, el de la cama turbulenta o el de las tardes apacibles de los domingos.

(…) y estaba convencido en la soledad de su alma de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.

“¿Por qué te empeñas en hablar de lo que no existe?”

Aprendizajes

El amor en los tiempos del cólera es una historia de dos amores. El amor que desquicia y al amor que trae paz. El que nunca fue y el que hicimos que fuera.

Un cuento sobre lo que no existe, y como eso puede ocupar más espacio que lo real. Igual que las ausencias pueden sentirse como las extremidades amputadas. 

Un cuento sobre el matrimonio que sí existió, y como la estabilidad nos hizo felices de formas que no podíamos imaginar. Con complicidades que nacen del tiempo, discusiones, y voluntad de reconciliarse. De ir hasta el final con alguien.

Pero los finales tienen esa insolencia de dejarse caer como una maceta en la sien del desgraciado que pasaba por allá. Y a veces los minutos de descuento dan para ir a la prórroga, cuando se supone que la vejez no está hecha para semejantes sobresaltos. Ésta es también la historia de la vida cuando parece que ya se acaba. 

Una de las novelas más subrayadas que he leído, porque García Márquez tiene este mala costumbre de ir regalando frases a guardar como tesoros del Caribe. Verdades pequeñas que retumban con acústica de templos antiguos. 

Acá -solo- algunas de mis favoritas:

Pasajes

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. 

“Tenía entendido que este hombre era un santo” -dijo-. “Algo todavía más raro” —dijo el doctor Urbino-: “un santo ateo”. Pero esos son asuntos de Dios.

En el escritorio, junto a un tarro con varias cachimbas de lobo de mar, estaba el tablero de ajedrez con una partida inconclusa. Sabía que era la partida de la noche anterior, pues Jeremiah de Saint-Amour jugaba todas las tardes de la semana y por lo menos con tres adversarios distintos, pero llegaba siempre hasta el final y guardaba después el tablero y las fichas en su caja, y guardaba la caja en una gaveta del escritorio. Sabía que jugaba con las piezas blancas, y aquella vez era evidente que iba a ser derrotado sin salvación en cuatro jugadas más.

Leyó con el aliento agitado, volviendo atrás en varias páginas para retomar el hilo perdido, y cuando terminó parecía regresar de muy lejos y de mucho tiempo.

Aunque se negaba a retirarse, era consciente de que sólo lo llamaban para entender casos perdidos, pero él consideraba que también eso era una forma de especialización.

A pesar de su amor casi maniático por la ciudad, y de conocerla mejor que nadie, el doctor Juvenal Urbino había tenido muy pocas veces un motivo como el de aquel domingo para aventurarse sin reticencias en el fragor del antiguo barrio de los esclavos.

El doctor Urbino, que creía haberlo oído todo, no había oído nunca nada igual, y dicho de un modo tan simple. 

“Este moridero de pobres”. No era una calificación gratuïta. Pues la ciudad, la suya, seguía siendo igual al margen del tiempo: la misma ciudad ardiente y árida de sus terrores nocturnos y los placeres solitarios de la pubertad, donde se oxidaban las flores y se corrompía la sal, y a la cual no le había ocurrido nada en cuatro siglos, salvo el envejecer despacio entre laureles marchitos y ciénagas podridas.

Las sirvientas, ayudadas por otras del vecindario, habían recurrido a toda suerte de engaños para hacer bajar al loro, pero él continuaba empecinado en su sitio, gritando muerto de risa viva el partido liberal, viva el partido liberal carajo, un grito temerario que les había costado la vida a más de cuatro borrachos infelices.

Ni él ni ella podían decir si esa servidumbre se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta.

Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.

En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado.

No era el miedo de la muerte. No: el miedo estaba dentro de él desde hacía muchos años, convivía con él, era otra sombra sobre su sombra, desde una noche en qué despertó turbado por un mal sueño y tomó conciencia de que la muerte no éra solo una probabilidad permanente, como lo había sentido siempre, sino una realidad inmediata.

Todo lo había previsto, salvo que la fiesta era un domingo de junio en un año de lluvías tardías. 

El doctor Urbino no estaba de acuerdo: un presidente liberal no le parecía ni más ni menos que un presidente conservador, sólo que peor vestido.

Por pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero ninguno era tan específico como el de la vejez.

Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. 

Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse sola a su soledad.

(…) y estaba convencido en la soledad de su alma de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.

Todo lo que fue del esposo le atizaba el llanto: las pantuflas de borlas, la piyama debajo de la almohada, el espacio sin él en la luna del tocador, su olor personal en su propia piel. La estremeció un pensamiento vago: “La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas”.

Quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía para quedarse.

No tuvo la impresión de ser visto, no advirtió ningún signo de interés o de repudio, pero en la indiferencia de ella había un resplandor distinto que lo animaba a persistir. 

Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas -le decía-, que estas cosas no duran toda la vida.

Sabía que era uno de los músicos del coro, y aunque nunca se había atrevido a levantar la vista para comprobarlo durante la misa, un domingo tuvo la revelación de que mientras los otros instrumentos tocaban para todos, el violín tocaba sólo para ella. No era el tipo de hombre que hubiera escogido. Sus espejuelos de expósito, su atuendo clerical, sus recursos misteriosos le habían suscitado una curiosidad difícil de resistir, pero nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor.

Si acepta la carta -le dijo-, es de mala urbanidad no contestarla.

Uno de sus sitios preferidos era el cementerio de los pobres, expuesto al sol y a la lluvia en una colina indigente donde dormían los gallinazos, y donde la música lograba resonancias sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la dirección de los vientos, y así estuvo seguro de que su voz llegaba donde debía.

Contéstale que sí -le dijo-. Aunque te estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas; porque de todos modos te vas a arrepentir toda la vida si le contestas que no.

En un doble fondo de baúl encontró los paquetes de tres años de cartas, escondidas con tanto amor como habían sido escritas.

Aquella misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido. No le dio explicación alguna, sino que irrumpió en el dormitorio con los bigotes sucios por la cólera revuelta con el tabaco masticado, y le ordenó que hiciera el equipaje. Ella le preguntó para dónde iban, y él contestó: “Para la muerte”.

Los visitantes dormían donde los sorprendiera la noche y comían donde los encontraba el hambre, pues eran casas de puertas abiertas donde siempre había una hamaca colgada y un sancocho de tres carnes hirviendo en el fogón, por si alguien llegaba antes que su telegrama de aviso, como ocurría casi siempre.

Le asombró la fluidez con la que se abría paso en la muchedumbre. Mientras Gala Placidia se daba encontronazos, y se le enredaban los canastos y tenía que correr para no perderla, ella navegaba en el desorden de la calle con un ámbito propio y un tiempo distinto, sin tropezar con nadie, como un murciélago en las tinieblas.

Era todavía demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado. Pero cuando volvió a ver desde la baranda del barco el promontorio blanco del barrio colonial, los gallinazos inmóviles sobre los tejados, las ropas de pobres tendidas a secar en los balcones, sólo entonces comprendió hasta qué punto había sido una víctima fácil de las trampas caritativas de la nostalgia.

En el largo camino desde el puerto hasta su casa, en el corazón del barrio de los Virreyes, no encontró nada que le pareciera digno de sus nostalgias.

El cólera fue mucho más encarnizado con la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no tuvo miramientos de colores ni linajes. Cesó de pronto como había empezado, y nunca se conoció el número de sus estragos, no porque fuera imposible establecerlo, sino porque una de nuestras virtudes más usuales era el pudor de las desgracias propias. 

Lorenzo Daza lo invitó luego a tomar en la oficina un café de desagravio, y él aceptó complacido, para que no hubiera duda alguna de que no le quedaba en el alma ni un rescoldo de resentimiento. La verdad era que el doctor Juvenal Urbino no tomaba café, salvo una taza en ayunas. Tampoco tomaba alcohol, salvo una copa de vino con las comidas en ocasiones solemnes, pero no sólo se bebió el café que le ofreció Lorenzo Daza, sino que aceptó además una copa de anisado.

(…) destapaba en el fogón la olla de la sopa que iba a tomarse esa noche con su padre, él y ella solos en la mesa, sin levantar la vista, sin sorber la sopa para no romper el encanto del rencor.

Fermina Daza era ajena por naturaleza al mundo interior de los Urbino de la Calle, y tenía armas para defenderse de sus buenas artes, pero no de las malas.

(…) y desde entonces adquirió el hábito de fumar, aunque siempre a escondidas, aun de su marido y de sus hijos, no sólo porque era mal visto que una mujer fumara en público, sino porque tenía el placer asociado de la clandestinidad.

La noche de Navidad fueron a la misa del gallo en la catedral. Fermina ocupó el lugar donde le llegaba mejor la música confidencial de Florentino Ariza, y le mostró a su prima el sitio exacto en que una noche como aquélla había visto de cerca por primera vez sus ojos espantados. Se arriesgaron solas hasta el Portal de los Escribanos, compraron dulces, se entretuvieron en la tienda de papeles de fantasía, y Fermina Daza le señaló a la prima el lugar en que descubrió de golpe que su amor no era más que un espejismo. No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio, cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo único que le había ocurrido en la vida.

Se puso a la medianoche su traje de domingo, y tocó a solas bajo el balcón de Fermina Daza el valse de amor que había compuesto para ella, que sólo ellos dos conocían, y que fue durante tres años el emblema de su complicidad contrariada. Lo tocó murmurando la letra, con el violín bañado en lágrimas, y con una inspiración tan intensa que a los primeros compases empezaron a ladrar los perros de la calle, y luego los de la ciudad, pero después se fueron callando poco a poco por el hechizo de la música, y el valse terminó con un silencio sobrenatural.

En un mismo día vio pasar flotando tres cuerpos humanos, hinchados y verdes, con varios gallinazos encima. Pasaron primero los cuerpos de dos hombres, uno de ellos sin cabeza, y después el de una niña de pocos años cuyos cabellos de medusa se fueron ondulando en la estela del buque. Nunca supo, porque nunca se sabía, si eran víctimas del colera o de la guerra, pero la tufarada nauseabunda contaminó en su memoria el recuerdo de Fermina Daza. Siempre era así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tenía alguna relación con ella. 

Fue por esa época que se dejó crecer el bigote de punteras engomadas que no había de quitarse en el resto de su vida, y le cambió el modo de ser, y la idea de la sustitución del amor lo metió por caminos imprevistos. El olor de Fermina Daza se fue haciendo poco a poco menos frecuente e intenso, y por último sólo quedó en las gardenias blancas.

(…) lo desnudó sofocada por su propia fiebre, como no podía hacerlo con el esposo para que no la creyera corrompida.

La incitó a dejarse ver mientras hacían el amor, a cambiar la posición convencional del misionero por la de la bicicleta de mar, o del pollo a la parrilla, o del ángel descuartizado, y estuvieron a punto de romperse la vida al reventarse los hicos cuando trataban de inventar algo distinto en una hamaca.

Así se enteró de que ella no pretendía casarse con él, pero se sentía ligada a su vida por la gratitud inmensa de que la hubiera pervertido. Muchas veces se lo dijo: “Te adoro porque me volviste puta”.

Uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre.

Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor. Fue el primer amor de cama de Florentino Ariza. Pero en vez de haber hecho con ella una unión estable, como su madre lo soñaba, ambos lo aprovecharon para lanzarse a la vida.

En Valledupar entendió por fin por qué los gallos correteaban a las gallinas, presenció la ceremonia brutal de los burros, vio nacer los terneros, y oyó hablar a las primas con naturalidad de cuáles parejas de la familia seguían haciendo el amor y cuáles y cuándo y por qué habían dejado de hacerlo aunque siguieran viviendo juntas.

Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. Iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue.

Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.

Era imposible saber si fue Europa o el amor lo que los hizo distintos, pues las dos cosas ocurrieron al mismo tiempo.

(…) se dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos.

Un hombre sabe cuándo empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.

Y siguieron desvistiéndose siempre que podían durante más de siete años, cuando el capitán estaba de viaje. No había riesgos de sorpresas, porque éste tenía la costumbre de buen navegante de avisar su llegada al puerto con la sirena del buque, aun en la madrugada, primero con tres bramidos largos para la esposa y sus nueve hijos, y después con dos entrecortados y melancólicos para la amante.

Un domingo cualquiera, dos años después de conocerse, lo primero que ella hizo cuando él llegó, en vez de desvestirlo, fue quitarle los lentes para besarlo mejor, y de ese modo supo Florentino Ariza que ella había comenzado a quererlo.

Tenía razón: no había peor enemigo de los amores secretos que un coche esperando en la puerta.

Una niñita que iba con su padre le pidió una bolita de chocolate de la caja que él llevaba en la mano. El padre la regañó y le pidió excusas a Florentino Ariza. Pero él le dio la caja completa a la niña pensando que aquel gesto lo redimía de toda amargura, y calmó al papá con una palmadita en el hombro. “Eran para un amor que se lo llevó el carajo” -le dijo.

Nosotros empezábamos a vivir en paz después de nueve guerras civiles en medio siglo, que bien contadas podían ser una sola: siempre la misma.

En la plenitud de sus relaciones, Florentino Ariza se había preguntado cuál de los dos estados sería el amor, el de la cama turbulenta o el de las tardes apacibles de los domingos.

Sara Noriega lo tranquilizó con el argumento sencillo de que todo lo que hicieran desnudos era amor. Dijo: “Amor del alma de la cintura para arriba y amor del cuerpo de la cintura para abajo”.

Fue entonces cuando Fermina Daza tuvo la revelación de los motivos inconscientes que le impidieron amarlo. Dijo: “Es como si no fuera una persona sino una sombra”. Así era: la sombra de alguien a quien nadie conoció nunca.

En realidad, lo quería tan poco como al otro, pero además lo conocía mucho menos, y sus cartas no tenían la fiebre de las cartas del otro, ni le había dado tantas pruebas conmovedoras de su determinación.

(…) y el retraso mental de las cuñadas, que si no habían ido a pudrirse vivas en una celda de clausura era porque ya la llevaban dentro.

Detestaba las berenjenas desde niña, antes de haberlas probado, porque siempre le pareció que tenían color de veneno.

“El problema de la vida pública es aprender a dominar el terror, el problema de la vida conyugal es aprender a dominar el tedio”.

Había de recordarla siempre como la ciudad más hermosa del mundo, no porque en realidad lo fuera o no lo fuera, sino porque se quedó vinculada a la nostalgia de sus años más felices.

Iban con el hijo, educado de un modo que ya permitía saber cómo sería de adulto: tal como fue.

Unos días después, volvió a ver el marido en el puerto, embarcando mercancía en vez de desembarcarla, y cuando el buque zarpó, Florentino Ariza oyó muy clara en el oído la voz del diablo.

Siempre había tenido la salud de piedra de los enfermizos.

Alguna vez probó apenas una tisana de manzanilla, y la devolvió con una sola frase: “Esta vaina sabe a ventana”. Tanto ella como las criadas se sorprendieron, porque nadie sabía de alguien que se hubiera bebido una ventana hervida, pero cuando probaron la tisana tratando de entender, entendieron: sabía a ventana.

Era un marido perfecto: nunca recogía nada del suelo, ni apagaba la luz, ni cerraba una puerta.

Terminaron por conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un mismo ser dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla.

Nadie sabía nada, en una ciudad donde todo se sabía, y donde muchas cosas se sabían inclusive antes de que ocurrieran. Sobre todo las cosas de los ricos.

En alguna ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa que tarde o temprano tendrían que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz de poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio.

(…) reverendo Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por los caseríos indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses que el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo.

Su maestro de clínica infantil de La Salpetriere le había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas.

Ésta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años.

Después la sintió sollozar en la oscuridad, muy despacio, mordiendo la almohada para que él no la sintiera. Esto acabó de ofuscarlo, porque sabía que ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o del alma. Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si ésta tenía orígen de algún modo en su terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más lloraba, porque no lograba perdonarse la debilidad de llorar.

El marido no tenía dudas de que ella volvería a casa tan pronto como se le pasara la rabia. Pero ella se fue segura de que la rabia no se le pasaría jamás.

Estaba gorda y decrépita, y cargada de hijos indómitos que no eran del hombre que seguía amando sin esperanzas, sino de un militar en uso de buen retiro con el que se casó por despecho y que la amó con locura.

Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país -decía-. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia.

Lograron ser amantes intermitentes durante casi treinta años gracias a su divisa de mosqueteros: “Infieles, pero no desleales”.

Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa para que él tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser.

Que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna. Solitario entre la muchedumbre del muelle, se había dicho con un golpe de rabia: “El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”.

Nada se parece tanto a una persona como la forma de su muerte, y ninguna podía parecerse menos que ésta al hombre que él imaginaba.

Al despertar en su primera mañana de viuda, se había dado vuelta en la cama, todavía sin abrir los ojos, en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo, y fue en ese momento cuando él murió para ella.

Pero aún: después de la incineración de las ropas no sólo seguía añorando lo mucho que había amado de él, sino también lo que más le molestaba: los ruidos que hacía al levantarse.

(…) muy pronto se dio cuenta de que el deseo de olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo.

Florentino Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan más en el sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas.

Así que planeó hasta el último detalle como una guerra final: todo tenía que ser diferente para suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya había vivido a plenitud una vida completa.

Trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga.

Un día, en el colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”. Él se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le echó encima todo el peso de su sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas felices. 

Ella decía: “Habría que inventar qué se hace con las cosas que no sirven para nada pero que tampoco se pueden botar”.

Siguió hablando del bien que le habían hecho en el duro trance que estaba viviendo, y lo hacía con tanto entusiasmo, con tanta gratitud, tal vez con tanto afecto, que Florentino Ariza se atrevió a dar algo más que un paso en firme: un salto mortal. “Antes nos tuteábamos” -dijo. Era una palabra prohibida: “antes”.

Una mañana, mientras cortaba rosas en su jardín, Florentino Ariza no pudo resistir la tentación de llevarle una en la próxima visita. Fue un problema difícil en el lenguaje de las flores por tratarse de una viuda reciente. Una rosa roja, símbolo de una pasión en llamas, podía ser ofensiva para su luto. Las rosas amarillas, que en otro lenguaje eran las flores de la buena suerte, eran una expresión de celos en el vocabulario común. Alguna vez le habían hablado de las rosas negras de Turquía, que tal vez fueran las más indicadas, pero no había podido conseguirlas para aclimatarlas en su patio. Después de mucho pensarlo se arriesgó con una rosa blanca, que le gustaban menos que las otras, por insípidas y mudas: no decían nada. A última hora, por si Fermina Daza tenía la malicia de darles algún sentido, le quitó las espinas.

Muchas veces le sugirieron cambiarla por otra escalera menos arriesgada, pero la decisión quedaba siempre para el mes entrante, porque a él le parecía una concesión a la vejez. A medida que pasaban los años demoraba más para subir, no porque le costará más trabajo, como él se apresuraba a explicar, sino porque cada vez subía con más cuidado.

“¿Por qué te empeñas en hablar de lo que no existe?”

Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya no lo eran. 

Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complaciencias en la evolución de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto: “Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no”. Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna.

El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le parecían señoras condenadas por algún extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que les dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo prohibían. Un cazador de Carolina del Norte, con su documentación en regla había desobedecido sus órdenes y le había destrozado la cabeza a una madre de manatí con un disparo certero de su Springfield, y la cría había quedado enloquecida de dolor llorando a gritos sobre el cuerpo tendido. El capitán había hecho subir al huérfano para hacerse cargo de él, y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver de la madre asesinada. Estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas, y a punto de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces hubiera ocasión. Sin embargo, aquél había sido un episodio histórico: el manatí huérfano, que creció y vivió muchos años en el parque de animales raros de San Nicolás de las Barrancas, fue el último que se vio en el río. “Cada vez que paso por ese playón” -dijo- le ruego a Dios que aquel gringo se vuelva a embarcar en mi buque, para volver a dejarlo.

El único ser que se vio desde el buque fue una mujer vestida de blanco que hacía señas con un pañuelo. Fermina Daza no entendió por qué no la recogían, si parecía tan afligida, pero el capitán le explicó que era la aparición de una ahogada que hacía señas de engaño para desviar los buques hacia los peligrosos remolinos de la otra orilla. Pasaron tan cerca de ella que Fermina Daza la vio con todos sus detalles, nítida bajo el sol, y no dudó de que en realidad no existiera, pero su cara le pareció conocida.

Era como si se hubiesen saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor.

-Lo dice enserio? -le preguntó.

-Desde que nací -dijo Florentino Ariza-, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.

-¿Y hasta cuando cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

-Toda la vida -dijo.

És avorrit, hi falta conflicte

D’adolescent vaig obligar-me a ser un paio positiu. Que si volia viure bé, anar-me’n a dormir satisfet, que les persones m’estimessin i volguessin passar temps amb mi, aquesta era la via ràpida. Ho recordo com una decisió conscient. Crec que estava a l’ascensor de casa. Un ascensor petit, amb dos miralls un davant de l’altre i llums tènues color de cendrer ple de burilles. Em va semblar una obvietat, i que la gent pessimista era estúpida, que tenien les prioritats mal col•locades. Jo en aquella època tampoc és que em considerés l’alegria de la huerta, però estava disposat a esforçar-me per ser-ho. Em semblava un propòsit digne de la meva disciplina. I si calia forçar-la, doncs es forçava. I tirar milles.

Per això tinc la tendència d’escriure per agrair. Aquest blog n’és un exemple. Escric les situacions boniques que no vull oblidar: els avis abraçant-se a la cuina, els amics rient en una taula de bar, els viatges que em van descobrir el món. Escric els aprenentatges que me’n duc de les grans castanyes de la vida, quan ja el pollastre està rostit i la ferida ha fet crosta. Com si tot compensa. 

Fins que fa poc una amiga editora em va fotre bronca. «Quins personatges tan blancs, que avorrit tot. No hi ha conflicte». I li vaig haver de donar la raó. Escric el que admiro de les persones, i no la porqueria, ni els dubtes ni les ombres. Aquestes costen més d’agrair, i no fan tanta patxoca. Més encara si escric de persones reals. Que la veritat és que algunes em llegeixen, i tampoc es tracta d’anar perdent amics. 

Així que per primera vegada a la vida, em veig amb la necessitat d’escriure ficció. D’inventar-me personatges i conflictes i explorar-los fins rascar-ne la brutícia de les cantonades. Ampliar uns metres més enllà les línies del fora de banda, i sortir de l’estadi i canviar l’esport. Veure que hi trobo. Sempre he somniat amb publicar un llibre, i les bones històries estan fetes d’abismes i daltabaixos. De preguntes per descosir-les i trobar-hi sorpreses dins, en comptes de respostes. Com objectes petits que s’ofrenen en altars.

Aquest és un joc del que no me’n canso: escriure. I seguiré agraïnt per aquí, com ho fet sempre. Però també em sento com si hagués descobert un joc nou amb la mateixa baralla de cartes, el mateix tauler però capgirat del revés. I em ve molt de gust entregar-m’hi.

Aprendre amb tu

«Muchas gracias por tu pasión en el aprender», em deia ahir una amiga que alhora em fa de mentora. El que explica ho anoto entusiasmat a l’ordinador, perquè hi ha persones a la vida que donen ganes de prendre apunts. D’atrapar-ne la saviesa, i guardar-la, i sentir la seguretat de poder tornar-hi quan manqui la inspiració.

Fa quasi 8 anys que vaig titular aquest blog Alguns Aprenentatges. 

Ja cursava tres carreres, i ja era un nerd. Ja coneixia l’eufòria aquesta -entre tendra i una mica massa intensa- de sortir absolutament maníac d’una classe ben parida. De Literatura Catalana amb la Núria -i els versos de Màrius Torres- o d’Economia de l’Empresa amb en Figueras -i les quatre potes de la cadira-. De Dret Administratiu Públic -tot un mèrit treure a relluir certes matèries-, amb en Pareja i els seus exemples de vida real. De Filosofia Contemporània amb en Borbujo, -i Sartre i els postmoderns que no m’entraven a cap exàmen però que tant em feien vibrar-. Tot sovint, ni em calien classes. Tan sols submergir-me en els apunts de Psicologia Psicosocial, i acabar subratlladors en una tarda perquè tot el que deien les teories constructivistes em semblava tan escandalosament fascinant.

Però no es fins fa poc que me n’adono de com d’important i bàsic i existencial és per a mi aprendre. 

Fa uns mesos jugàvem al joc de les preferències. El grup et dona quatre opcions de coses aleatòries i tu les has d’ordenar de més a menys importants per a tu. El grup tracta d’endevinar com les ordenaràs, i això és precisament el més divertit: el debat de la prèvia.

No les recordo totes, però crec que em va tocar: coneixement, dones -o pits de dones- , gossos i menjar boníssim. Mira que jo sóc molt de pits, i m’encanta endrepar i els gossos, però em vaig haver de quedar amb coneixement. No perquè quedi bé -que també, en certs contextos-, sinó perquè l’extàsi desenfrenat aquest que em dóna aprendre em costa trobar-lo enlloc més. Sempre he estat home d’idees i d’abstractes.

Però ara em trobo amb quelcom ben concret: tu. Tu que vas endevinar que coneixement seria la primera, tot i que m’encanten els teus pits i de vegades em fas dubtar. Tu que em segueixes el ritme i m’avances i et rius des del davant, i em fas preguntes, i m’envies dashboards i gràfics d’Excel que has cuinat amb les dades que he recollit. Tu que em fas d’editora en cap de la novel•la que vull escriure, i em molestes amb dates d’entrega pel següent capítol, i em llegeixes i em dones feedback, i m’avises que espavili que no vols estar dos anys llegint borradors. Tu que em reenvies posts de xarxes socials que parlen de prompts de chatgpt, i acords de cançons que t’agradaria que m’aprengués de memòria, i vídeos d’avis agafats de la mà que expliquen com s’ho han fet per arribar fins aquí estimant-se.

No hi comptava, que així seria amb la meva parella. Em pensava que era demanar massa. Però ara crec que algun dia escriurem un llibre junts, i que semblarà poca cosa al costat de tota la resta que crearem plegats. Ens veig amb fills i avis a taula, combinant portugués, anglès i català, i que em segueixi interessant moltíssim el que penses, la teva perspectiva, el que aprens. 

Que mai no havia estat tan il•lusionat pel futur, i per tot el que ens queda per aprendre junts. 

Espero / Aniversari

Espero que aquest sigui el primer de molts,
-de tots els que et queden per complir-.
I que algun dia et semblin estranys
els aniversaris que celebraves sense mi.

Espero que d’aquí un parell d’anys -potser menys-,
ja no et calgui el traductor per entendre el que t’escric.
Que jo pugui llegir a Pessoa, parlar bé la teva llengua,
i que hi hagi tres idiomes a casa quan tinguem fills.

Però espero no acostumar-me mai a nosaltres.
Que les bromes dolentes no em perdin la gràcia,
que em molestis si mai abaixo massa d’hora la persiana,
que ens compensi l’amor quan als dos ens fallin les ganes.

I confio en què algun dia publicarem junts un llibre,
i tindrem una dutxa amb vistes i una casa amb parets de vidre,
com la que visualitzes quan tanques els ulls i somies en gran.
Amb tu al costat apuntar alt em sembla més fàcil que abans.

I crec que algun dia algú ens preguntarà
com ens ho hem fet per estimar-nos tant.
Igual que nosaltres ens preguntem pels secrets
quan veiem una parella de vellets agafant-se del braç.

I potser contestarem que cantem junts sovint a Noah Kahan,
que compartim google docs i vocacions professionals.
Que no aguantem gaire temps amb merda sota la catifa,
i que tenim la mania aquesta de tot acabar-ho parlant.

Que als dos ens encanten els jocs de paraules,
el tiramisú,
enviar-nos gifs i viure en comunitat. El bacon de la teva
meitat de pizza que sempre m’acabes donant. Parlar amb els
nens i que tu siguis la seva preferida amb diferència,
i jo acabar-ho acceptant.

La meva vida ha millorat tant des que tu hi vas aparéixer
que l’únic que vull és que t’hi quedis, i il•lusionar-me
pel que ens queda per davant. Celebrar que completes
una altra volta al sol, i que estic tant content en aquesta última,
d’haver-nos trobat.

Per molts anys i quinzes de juliol més,
C.

La teva empresa

«La meva empresa
sempre ha estat la família.
I estic tan orgullosa
que fills, i joves, i néts
i parelles de néts,
s’estimen.»

Fa 3 dies va néixer el teu desé besnét
i la Vero va portarte’l perquè el coneguessis,
com jo te’l portaria. «Es la primera visita
que fem fora de casa». I esclar: com no sentir
aquesta urgència?, per aprofitar tots els dies
que et queden. Per beure una micona més
de tot aquest amor i tota aquesta saviesa
que duen les teves paraules, i gestos,
i ulls que han vist tant més
que nosaltres.

M’agrada fer-te preguntes per entendre
aquesta grandesa que exhales,
i bromes després per treure’ls-hi importància.
Fer-te riure: quin regal més gran, àvia.
Que la vida hi ha moltes maneres de viure-la,
i que l’important és estimar-la. Aquest és
el teu mètode, el de l’estimació, m’expliques.
I per això la teva neboda va dir-li a la teva germana
que ella volia ser com la tieta Isabel.
I la Joaquima va respondre-li: «què més
voldries!».
I a tu et va sorprendre,
que la germana gran veiés
com a mestre a la petita.
Però el fet és que malgrat les distàncies,
qui estima amb la teva entrega se’l
reconeix d’una hora lluny. I aquesta
resposta era l’admiració per a tu
de la Joaquima.

Perquè el teu mètode va més enllà
de generacions, de circumstàncies i fronteres.
I quan et truco des de les muntanyes colombianes
tu, quasi més que ningú, sento que comprens
perquè vaig escollir un camí diferent al dels altres.
Una cosa díficil d’entendre, però tant t’hi fa,
que estigui lluny, perdut, convivint entre cavalls, cabres i gallines en comunitat.
Perquè em dius que confies: en el meu criteri,
en l’humanisme. «Vosaltres agafeu les virtuts
i defectes de la gent perquè siguin fàcils de compartir-se».

I m’emociona que una àvia pugui entendre
el seu nét així d’aprop, així
d’íntimament.
Saltant-se totes les normes i convencions socials
que senyors i senyores importants han definit durant anys
només pel bé d’estimar-se.
Deixar el judici de banda i posar el cor per davant.

Gràcies a la tecnologia, per l’internet i els telèfons amb càmara.
I a tu per l’obertura de saber-los fer anar.
Porto anys sentint-te aprop sense tocar-te,
i això em consola quan penso que un dia
marxaràs.

Que igual que el teu besnét neix,
la teva cunyada se’n va,
i aquests dies que has estat fluixeta
em preguntes dolça que quan vindré de visita,
que no saps quant temps més aguantaràs.
I jo et contesto que tant de bo aviat, que
espero que com a màxim en un any. I que
quan vingui no vindré només a dinar,
sinó a instal•lar-me uns dies amb tu al Maresme.
Que confio en la dieta i els plats de la Maria
perquè recuperis forces, i en les nostres ganes
de retrobar-nos en persona per veure’ns.

Però m’insisteixes que «tant hi fa els anys de més que em queden, els que siguin:
jo no deixaré d’apretar-te fort la mà».
«Em sents? No et deixaré d’apretar fort la mà».
I jo et crec, àvia,
perquè ja ara
sento que ets amb mi
en totes les coses que faig.

Contradiccions i escriptors

Escric això en comptes d’escriure pàgines del llibre que algun dia voldria publicar. És com fugir a mitges, una procrastinació descafeïnada. 

Llegeixo articles sobre la novel•la que recent publica una jove de Barcelona. És del noranta-quatra, un any més que jo. Tinc un any de marge, em dic, en aquests càlculs estúpids de matemàtiques absurdes.

Penso que em compraré el llibre -que miraré si el venen a la tenda d’Amazon-, i que compararé si jo podria escriure una cosa similiar. Em fa por concloure que no, que m’agradi massa. És així de lletja la inseguretat humana, que ens alegrem de la mediocritat dels altres. 

Després em pregunto: estic orgullós, jo, del que faig amb els meus dies? 

Sovint penso que sí. Que visc una vida que m’agrada. Prou autèntica -convisc en una comunitat a la muntanya-, exòtica -una muntanya colombiana-, i estimulant -viatjo quasi cada dia al món interior de persones d’arreu del món que busquen pau per als seus conflictes-. Aprenc un munt de les filigranes mentals que els humans ens inventem per tirar endavant, tapar el buit, fer el que bonament podem. És sagrat i interessantíssim tot el que som, i el dolor, i el que ens esforcem per ser.

D’altres vegades penso que enyoro passejar a Barcelona de nit. Agafar un bicing i pedalejar passeig de Sant Joan, l’Avinguda del Paral•lel. Que faci una mica de fred. Parlar català. Anar al cine. Sentir-me productiu davant d’un ordinador en una oficina blanca amb aire acondicionat ideant estratègies per ingressar més, assolir més, fer-ho millor. Rebre a final d’any la paga doble i el copet a l’esquena d’un home gran i savi i emprenedor que em digui que soc collonut. Anar a fotre unes cerveses amb els amics a la taula d’alumini d’una terrassa que faci cantonada entre dos carrers on passin pocs cotxes.

És estrany, però la contradicció em calma. No sento que hagi d’escollir sinó que tinc el plaer de conéixer i haver gaudit de dues vides diferents, i d’un privilegi que em permet compaginar-les i moure’m d’un costat a l’altre -si ho vull-. Que potser algun dia una editorial catalana em vol publicar un llibre. Que probablement el que escrigui -com aquest article- no li canviarà l’existència a ningú. Però tant de bo que faci companyia, com me la fa a mi. Que consoli i alleugereixi contradiccions que són matèria prima de l’ànima. Que desperti una esperança. Que creiem que som més tendres que no pas insuportables, malgrat som capaços dels dos extrems i això precisament ens ho fa més entretingut. 

Que espero que la nova novel•la d’aquesta noia sigui bona, i li vagi bé, i li generi ingressos passius durant un grapat d’anys perquè no és senzill redactar un coi de llibre. Que jo pugui aprendre de la seva determinació d’anar cap a on vull. I que demà en comptes de vagarejar pel laberint de plecs del meu cervell i esbossar un article inofensiu, redacti algunes pàgines més del llibre que vull escriure. 

En un any ens veiem

Mentre ens abràçavem l’adéu vaig dir-te
que com a màxim en un any ens veuríem.
Que gràcies per venir de visita, i creuar aquest oceà
que en el fons he estat jo, que l’he posat
enmig de nosaltres.

No vaig notar-ho mentre marxaves de l’hostal,
ni quan vaig estirar-me al llit de l’habitació.
No vaig notar-ho fins que la Cat va tornar
de la sessió de yoga, i va dir-me que feia
carona.
«El meu millor amic acaba d’anar-se’n»,
va sortir-me així de la boca, i les llàgrimes
dels ulls en escoltar-me.
Perquè de vegades cal algú que ens escolti,
per saber què és el que ens passa.

Igual que quan tu i jo érem joves
i per entendre’ns a dins el millor era
parlar a fora amb l’altre.

Vaig quedar abraçat a ella durant estona
plorant en silenci perquè no vull una vida
lluny de tu ni lluny de casa, si es que no són
la mateixa cosa. Perquè quina merda
això de dir-te que ens veiem en tres-cents
seixanta cinc dies, quan ens vèiem cada dia
mentre creíxiem fins ser qui som ara.

Aquells adolescents que es pixaven de riure
al pati de l’escola, són seves les petjades
adultes a la sorra de Mendihuaca.

Que jo també et trobo a faltar, germà,
que sé que soc jo qui vaig marxar
però també que soc feliç en aquesta
terra llunyana. Que quin orgull
que hagis volgut venir a viatjar-la.
I que si per algun motiu em costa quedar-me,
i que si per algun motiu penso sovint en la tornada,
és per gent com tu que sé que ja no tornaré
a trobar a la vida.
I no em fa falta.
Perquè sé qui sou i on viviu i que mereixem
més sobretaules,
que tornaré i faré llar a algun lloc on puguem
passar junts els caps de setmana.

I que fins aleshores, soc tan afortunat
que creueu mig món nomès per venir
a donar-me l’abraçada.

Passat i futur a la platja de Mendihuaca

Hamaca davant de mar. És ja de nit al Carib i hi ha llumetes penjades entre les palmeres. Estem en aquest hotelet cuquíssim de la platja de Mendihuaca i veiem les onades trencant a la sorra des del llit. Aquí és on la vida ha volgut que coincidiu la meva persona preferida del passat i la del meu present -tendint asimptòticament a futur-.

Hem canviat força i a la vegada som els mateixos adolescents de sempre. Ara tenim nòvies que sembla que podrien ser les definitives, per això les hem convidat fins aquí per coincidir tots plegats. I elles miren la nostra amistat bromàntica amb la tendresa que susciten els vincles pels que val la pena existir. Els de la complicitat dels riures forts, com els que acumulem tu i jo de fa dècada i mitja.

I a mitja caminata pel parc natural tu tropesses i exclames «mckauli culkin!» mentre derrapes un michael jackson. Jo matiso «ma caigui culkin», i tu et descollones amb el megàfon intern que dus incorporat de sèrie. I els hi expliquem en anglès a les dues què volen dir les expressions: «n’hi ha per llogar-hi cadires», o «és de jusgat de guàrdia» amb l’esperança que algun dia aprenguin aquesta llengua nostra que és el que més ens fa sentir com a casa de tot el planeta.

I la veritat és que no devem ser tan graciosos, però hi ha una inèrcia i una familiaritat que ens esgarrapen el somriure per defecte quan estem junts. La previsió del que farà o dirà o intentarà l’altre, i encertar-la, i gaudir d’aquesta coneixença quasi horoscòpica que regala la història compartida. El fitxar els estius a Sant Pere, les sobretaules amb tuns pares, les cançons de Bruç, els patis comentant la jugada. El presentar-nos els amics de la universitat i ser el més-u de referència de l’altre, quan els contextos quotidians van prendre direccions diferents. Tu la de ciències i jo la de les matemàtiques per gent justeta.

I ara… doncs ara ja no seríem el més-u de l’altre. Tu ets amb la teva nòvia assegut a la sorra i jo a l’hamaca al costat de la meva parella. No són ni les quatre de la matinada després d’una festa major ni estem sota el pi del carrer gregal, i ja ens agrada. I ja sabíem que això passaria. I l’únic que esperàvem de joves era que les escollíssim bé que tocaria passar molt temps amb la dona de l’altre. I carai, crec que l’hem petada força. Les dues són fantàstiques, llestes i interessants com si soles, i parlem els quatre un anglès que la profe del manyanet n’estaria ben orgullosa.

I em quedo rumiant que és graciós, com la vida dóna voltes. Que sens dubte és un luxe tenir-te i que coneguis tan bé i tan de prop els loopings que ha donat la meva, i viceversa. Posar en perspectiva qui som i qui érem, si és que això pot explicar-se. Que et quadri la dona amb qui vull construir futur, i que et caigui bé, i que la imaginis d’amiga. Que ella pensi que ets una festa, com ho penso jo, i que admiri el bon gust que tinc a l’hora d’escollir les persones que vull a prop de mi.

Ens visualitzo en sopars amb criatures corrent per allà. Les vostres riallades -la seva i la teva-, que són de lo milloret amb què m’he topat en aquesta reencarnació. La complementarietat amb què em rieu els jocs dolents de paraules -els que no fan gràcia a un li fan clic a l’altre-. I discutiu i us retreieu com li pots riure aquesta porqueria, que així li dones ales.

Soc feliç que us hagueu conegut, que us agradi la presència mutua, i que estigui envoltat de persones tan històriques com vosaltres. Que el passat i el futur encaixin com les palmeres i la jungla s’acosten a la platja. I el contrast és estètic i fàcil i fluïd, com la vida prop de la natura.

Els dos al mirall rentant-nos les dents

T’he escrit massa poc, pel molt que em fas feliç. Els teus ulls marrons de nit que em miren somrient entre les ombres d’alguna llum tènue. 

La meva vida és millor des que vas aparéixer, de formes molt palpables. El llit està fet i ja no em sorprenc de matinada buscant la manta que s’ha sortit de sota el matalàs; i ets tu al costat, i és excitant aquesta seguretat nova. Com un te de gingebre. Com un riure conegut que esclata després d’una broma dolenta -un joc estúpid de paraules-. Com un llibre gruixut quan la por d’acabar-se’l és més gran que la de no arribar a acabar-lo. 

M’estic acostumant a tu. A la pell de la teva esquena, al xocolata calent que prepares al vespre, a la imatge dels dos al mirall rentant-nos les dents. Trobo que ens escaiem l’un a l’altre. Que si ens veiés des de fora ens odiaria una mica, perquè fem aquella rabia dels adolescents enamorats que neden en la seva pròpia sopa. 

I cada dia que passem junts em pesa més la possibilitat d’un futur on no hi ets. Perquè ens imagino junts a Londres, al bar greixós d’esmorzars que tan t’agrada, saludant al propietari que et coneix el nom i la comanda, i m’ilusiona. Ens imagino passejant per la Barcelona que em va veure créixer, un vermut de migdia a Passeig de Sant Joan amb olives a banda per sucar-les a dins. I crec que et convenceria el Mediterrani de la meva infància, la platja dels meus estius. Que jo també vull conéixer el poble dels teus avis, l’Atlàntic dels castells prop de costa, la Lisboa d’aquella nena que la conduien en cotxe perquè agafés son i que no suportava adormir-se sola. 

Que ens visualitzo conduint junts ben lluny i no cansar-me del viatge. Descobrir carreteres secundàries a les que no s’hi arriba sol. Revolts com els d’aquesta vall llatinoamericana perduda que no sabíem que existia fins que ens hi va portar un autobús vermell entre boscos de guadua i esperances de canvi. I els dos buscàvem coses diferents però el millor de topar-se amb un imprevist agradable és integrar-lo al viatge. 

Perquè ha canviat el que volia, des que et vaig conéixer. I m’enorgulleix i celebro que algú pugui aparéixer i trasbalsar-me els plans. Perquè sent equip de dos em sorprenc més flexible, i m’atansa el braç més enllà. I quan perdo un coixinet dels auriculars tu em deixes els teus, i si arribo tard a sopar sé que m’has guardat un plat. Que si et fa mal l’espatlla dreta, puc aprendre a donar massatges. I si vols parlar del que et preocupa o et molesta de mi i són les tres i mitja de la matinada, em quedaré despert fins que desfem el nus entre nosaltres. 

Que ens confio un munt aquesta capacitat que tenim d’afrontar la merda. De no fer com si res no passa. De no montar parafernàlies. D’anar al gra i rascar el podrit de la paret fins sentir-nos còmodes. Que m’estampis les contradiccions com un pastís a la cara, i viceversa, i l’assumir ràpid que sí, que aquesta porqueria és meva i aquesta altra la poses tu a la taula. La reciprocitat i el descans que forgem quan descobrim -sorpresa- que els dos tenim la nostra part de responsabilitat en els conflictes de parella. 

Que som parella, i això és ben inèdit per mi però amb tu em sembla tan fàcil i inevitable.  

I quin luxe, anar-nos-en a dormir tranquils i amb la casa neta. L’encaix entre el teu cap i el meu pit, l’absència de res no dit que s’interposi en el contacte. El bona nit per tu, i el boa noite per mi, i el gust d’acabar i començar els dies junts com si hagués estat sempre així.